domingo, 9 de mayo de 2010

MIS MIGAJAS...

          "Hace, no muchos años, cuando cursaba la antigua E.G.B, no recuerdo el curso, hubo un cuento que venía en los libros de texto, extraído del libro "El Conde Lucanor" de Don Juan Manuel, cuyo relato me impactó de manera especial, y es el siguiente:

"Otro día hablaba el Conde Lucanor con Patronio de este modo:
-Patronio, bien sé que Dios me ha dado tantos bienes y mercedes que yo no puedo agradecérselos como debiera, y sé también que mis propiedades son ricas y extensas; pero a veces me siento tan acosado por la pobreza que me da igual la muerte que la vida. Os pido que me deis algún consejo para evitar esta congoja.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que encontréis consuelo cuando eso os ocurra, os convendría saber lo que les ocurrió a dos hombres que fueron muy ricos.
El conde le pidió que le contase lo que les había sucedido.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, uno de estos hombres llegó a tal extremo de pobreza que no tenía absolutamente nada que comer. Después de mucho esforzarse para encontrar algo con que alimentarse, no halló sino una escudilla llena de altramuces. Al acordarse de cuán rico había sido y verse ahora hambriento, con una escudilla de altramuces como única comida, pues sabéis que son tan amargos y tienen tan mal sabor, se puso a llorar amargamente; pero, como tenía mucha hambre, empezó a comérselos y, mientras los comía, seguía llorando y las pieles las echaba tras de sí. Estando él con este pesar y con esta pena, notó que a sus espaldas caminaba otro hombre y, al volver la cabeza, vio que el hombre que le seguía estaba comiendo las pieles de los altramuces que él había tirado al suelo. Se trataba del otro hombre de quien os dije que también había sido rico.

     Cuando aquello vio el que comía los altramuces, preguntó al otro por qué se comía las pieles que él tiraba. El segundo le contestó que había sido más rico que él, pero ahora era tanta su pobreza y tenía tanta hambre que se alegraba mucho si encontraba, al menos, pieles de altramuces con que alimentarse.         Al oír esto, el que comía los altramuces se tuvo por consolado, -pues comprendió que había otros más pobres que él, teniendo menos motivos para desesperarse. Con este consuelo, luchó por salir de su pobreza y, ayudado por Dios, salió de ella y otra vez volvió a ser rico.
    Y vos, señor Conde Lucanor, debéis saber que, aunque Dios ha hecho el mundo según su voluntad y ha querido que todo esté bien, no ha permitido que nadie lo posea todo. Mas, pues en tantas cosas Dios os ha sido propicio y os ha dado bienes y honra, si alguna vez os falta dinero o estáis en apuros, no os pongáis triste ni os desaniméis, sino pensad que otros más ricos y de mayor dignidad que vos estarán tan apurados que se sentirían felices si pudiesen ayudar a sus vasallos, aunque fuera menos de lo que vos lo hacéis con los vuestros.
     Al conde le agradó mucho lo que dijo Patronio, se consoló y, con su esfuerzo y con la ayuda de Dios, salió de aquella penuria en la que se encontraba."

El relato es, cuanto menos, aleccionador y simpático, lo que me impactaba más, era la ilustración que traía, donde se veía a un señor con harapos, cara de amargado, comiendo  altramuces y tirando las cáscaras y otro más pobre que el comiendo las sobras. Como chaval, estas cosas impresionan, no podía entender como alguien se comía las sobras de otro, que prácticamente eran restos incomibles.
Humanamente hablando, no nos gustan las sobras, nos gusta el plato lleno de lo mejor, las primicias y no estamos dispuesto a aceptar las sobras de otros.
Todo esto me vino a la mente esta semana al estudiar el pasaje del evangelio de S. Marcos capítulo 7: 24-30 (VER). Allí se relata el momento en que una mujer siriofenicia demuestra su fe ante Jesús y los discípulos que le acompañaban. Esta mujer idólatra, pagana y despreciada por los judíos, no por ella sino por su raza, se encontraba en una situación de extrema gravedad, su hija estaba poseída por un espíritu inmundo... imagino que cómo madre buscó todo tipo de soluciones y no las halló en su medio, pediría a sus dioses y no encontró respuesta, iría también a sus curanderos, pero su hija seguía poseída. En ciertos momentos escuchó hablar de Jesús y de sus curaciones milagrosas, pero como iba un judío a compadecerse de ella, cómo iba alguien de una raza que los despreciaba a tener misericordia por su hija.
Jesús pasó por la región de Tiro y de Sidón, donde residía ella, en su desesperación fue y se postró a los pies de Jesús, rogándole que echara al demonio que tenía poseída a su hija, ella sabía cual era su condición, pero también sabía que era lo último que podía hacer para solucionar su problema, acudir a aquel cuyo del cual había escuchado que podía sanar leprosos, dar vista a los ciegos, hacer andar a los paralíticos y expulsar a demonios. No le importaba ya ni la nacionalidad, ni la casta, sólo pedía misericordia para su hija poseída. Jesús aparentemente la recibió con frialdad, queriendo enseñar a los discípulos una lección a la cual no me voy a referir, le dijo:  "..deja primero que se sacien los hijos, porque  no está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perrillos".  Duras palabras, si vamos con toda nuestra fe y nos dijeren eso, ¿cómo reaccionaríamos?, ¿tengo un problema y me tratas como a un perrillo?... tienes la solución para mí, se que a otros sanaste y a mí ¿me tratas como a un perrillo?, más de uno de nosotros le hubiéramos dicho alguna que otra cosa y precisamente no muy bonita ¿verdad?, pero ¿cómo reaccionó esta señora? ..."...Sí, Señor; pero aun los perrillos, debajo de la mesa, comen las migajas de los hijos", en otras palabras, "Sí Señor, soy un perrillo y me conformo con las migajas de los hijos"... no me importa ser tratada como a un perro si puedo obtener tus bendiciones, yo sé que puedes sanar a mi hija y me conformo con las sobras..... 
La fe de esta señora, curó a su hija, el relato concluye que llegó a su casa y encontró que el demonio había salido de su hija y la halló acostada en su cama. ¡Extraordinario! No importa hasta que punto estuvo dispuesta a sufrir, a sentir desprecio, y vergüenza, no importa ella sabía que aún con migajas Jesús la sanaría. Aquí recordaba el cuento de El  Conde Lucanor, no entendía, en mi niñez, que alguien estuviera dispuesto a recoger las migajas que otro dejaba....
Y ahora en mi madurez, me pregunto ¿estoy dispuesto a recoger esas migajas? ¿tengo la fe suficiente como para aceptar las migajas de los hijos en mi vida? ¿estoy dispuesto a aceptar el menosprecio, el rechazo, al demostrar mi fe en Jesús?
Quiera Dios, estemos dispuestos a aceptar aún las migajas, desarrollando así una fe, como la fe de la mujer siriofenicia.